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críticas chatarras

miércoles, mayo 16, 2012

Ingalls de clase alta 

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DOWNTON ABBEY
data: http://www.imdb.com/title/tt1606375

Adictiva. Deliciosa. Glamorosa.

Es un misterio porque, lo que es un melodrama sin sutileza, nos lleva de la nariz durante dos temporadas y esperamos ansiosos la tercera. No es por su originalidad, ni por su estructura, ni por el desarrollo psicológico de los personajes, ni siquiera por el carisma del elenco. Pero “Downton Abbey” logra el cometido de identificarnos con la vida de una familia de clase alta británica y su servicio doméstico en las primeras décadas del siglo XX.

“Downton Abbey”, la serie furor en la televisión inglesa, recuerda un clásico televisivo británico, “Upstairs, downstairs”, de los años ’70, con el recordado Gordon Jackson como un mayordomo. (¿Recuerdan a Gordon Jackson? El jefe Cowley de “Los Profesionales”). En estos días, hay una remake de la BBC de esa serie que no pudo ganarle a “Downton Abbey” y terminó cancelada. La idea ha sido transitada mucho desde entonces: retratar las rígidas reglas que diferenciaban las clases sociales, vistas en una casa de la nobleza británica. Dueños y criados, los que vivían (en las habitaciones de) “arriba” y los que vivían (en las habitaciones de) “abajo”. Y la referencia a los primeros años del siglo XX no es accidental: es la época en que la sociedad victoriana empieza a agrietarse. Esa estructura consolidada no puede mantenerse. Pero sus participantes no lo saben. Ellos sostienen las tradiciones. Y cuando decimos ellos, no nos referimos sólo a los aristócratas; los criados, el personal de servicio, también réplica una jerarquía hacia abajo que mantienen y sirven con esmero.

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“Downton Abbey” muestra la fastuosidad de las grandes propiedades, el decoro y mesura en el trato, el juego de convenciones respetadas de un lado y otro y un sentido del honor que va más allá de la posición que el individuo ocupa en la franja social. Los conflictos de “Downton Abbey” son menores, poco originales, básicamente de telenovela. Adivinamos lo que va a pasar; los buenos son completamente buenos, los malos, malos del todo. Pero no deja de ser un sistema cerrado. Ni los buenos pueden librarse de los malos, ni éstos de aquellos. En el fondo, todos ocupan un lugar en el ecosistema social.

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Hay una diferencia clara entre la primera y segunda temporada de “Downton Abbey”. En la primera, se describe este juego especular de jerarquías entre la nobleza y la servidumbre. Los patrones son tipos amables; los criados (con la excepción de Thomas y Sarah) gente decente. Si se desvían de lo correcto, se arrepienten. Expían sus culpas. Purgan sus deseos infames. En esa primera temporada, el cosmos de “Downton Abbey” nos sugiere un universo estable. Esa sociedad posee reglas claras, con compartimientos estancos que no pueden traspasarse pero que, si son respetados, aseguran cierta previsibilidad a los actores sociales, sobre todo si aceptan con resignación su lugar en la escala. Pequeños sueños ajustados a pequeñas realidades. Quien no se hace ilusiones con su futuro, puede hallar una plácida posición donde morar.

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Pero entre la primera y segunda temporada, hay un hecho que rompe esa monótona estabilidad social: la Primera Guerra Mundial. No sólo porque ese hecho altera las funciones de cada protagonista, quienes deben reciclarse en otro papel para cumplir su rol en la guerra. Si no porque la guerra es el fin de la inocencia. La muerte pone a los personajes ante una realidad: la vida es demasiado corta como para no vivirla, no como se debe, sino como se quiere.

¿Se puede volver al estado anterior de cosas, luego del conflicto bélico? No. Los intérpretes del juego, obedientes jugadores de la primera temporada, se preguntan en la segunda si su futuro no puede ser distinto a lo que está establecido. ¿Por qué no puede una mujer trabajar? ¿Por qué no casarse con alguien de un estrato social inferior? ¿Por qué no confesar que una dama no llega virgen al matrimonio?

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La guerra, en la segunda temporada de “Downtown Abbey”, pone a los protagonistas frente a su descontento. El paraíso al que se obliga el dueño de casa, Lord Crawley, tiene fecha de vencimiento. Que siga fiel a esas tradiciones de un mundo que está muriendo para ser otro, no deja ser otro rasgo de nobleza. Como los capitanes que se hunden con su barco, Lord Crawley abjura de la última pasión otoñal por el mandato familiar; no obstante, dejará que sus hijas busquen el camino hacia lo que creen que es su felicidad.

En la segunda temporada, los personajes de “Downtown Abbey” son conscientes de su incomodidad, de lo desafortunados que van a ser si siguen lo correcto. De ese descontento, surge el incentivo a buscar posibilidades que ni siquiera se planteaban en la primera temporada. Por primera vez, los protagonistas de “Downtown Abbey” se preguntan si son felices y cómo alcanzar su potencial.

La felicidad es, entonces, el factor de cambio en la sociedad victoriana de “Downton Abbey”.

Es posible que el nuevo mundo sea más incierto pero tendremos la ilusión de la felicidad para intentar el viaje.

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Cada seguidor de “Downton Abbey” tendrá su personaje preferido y hay un personaje que es preferido de todos. Mi corazoncito está con la parejita integrada por Bates (Brendan Coyle) y Anna Smith (Joanne Froggatt) que se amaron desde el primer momento que se conocieron y no dejaron de sufrir desde entonces; y, por supuesto, el personaje predilecto por todos es la Condesa Violet, la de réplicas brillantes, aristócrata políticamente incorrecta, brillantemente interpretada por la monumental Maggie Smith. Sus parlamentos son, sin exagerar, más del 70% del éxito de la serie.

Mañana, las mejores frases.

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