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críticas chatarras

lunes, mayo 18, 2009

enseñando 

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ENTRE LOS MUROS

La última imagen de “Entre muros” nos muestra un aula vacía, con sillas tiradas y escritorios corridos. Antes, alumnos y maestros que confrontaron a lo largo de dos horas de película, compartían un buen momento en un partido de fútbol. Esa escena final resume gran parte de la idea de esta excelente película: la dificultad de la educación, más allá de los problemas externos adicionales a la enseñanza en sí misma. Educar, aprender, es fatigoso. No hay placer en el acto de aprender. Todo proceso de educación implica un grado de esfuerzo tal que explica (no justifica) la resistencia del educado ante el método del educador. Más aún: pese a todo el esfuerzo, no hay una receta infalible para lograr el éxito en el proceso. Por más avances logrados en la pedagogía, todavía (como la nena que se acerca al final del filme para confesar que no entiende nada) hay niños que son impermeables a todo proceso de educación.

“Entre los muros” describe, con notable eficacia, la batalla de la educación. Con un formato de ficción documental, Laurent Cantet llevó al cine el libro de François Bégaudeau, maestro quien, además, se “interpreta” a sí mismo en la película. Con una puesta en escena a partir de debates e improvisaciones previos, con chicos no profesionales, alumnos a la vez (no necesariamente con el mismo perfil psicológico de sus personajes), “Entre los muros” es una película de gente que habla, es una historia que se sostiene en el diálogo, en el conflicto de la palabra opuesta a otra. Este es un buen ejemplo de cómo la acción no se sostiene, exclusivamente, del movimiento físico. El 99% del filme transcurre en un salón de clases, con chicos sentados y hablando, siempre hablando. Eso alcanza para mantener la tensión.

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Hay un rasgo notable en el planteo de “Entre los muros”: sucesivamente, nos vamos identificando con la postura de los personajes, sin que podamos establecernos cómodamente en alguno. Esta cualidad es coherente con la propuesta de la historia: no hay respuestas definitivas. La educación es un acto que se construye en el día a día. Debe lidiar, adicionalmente a su propia complejidad intrínseca, con los problemas de la sociedad. La integración migratoria, la pobreza, las desigualdades de ingreso, las diferencias étnicas culturales, la restricciones presupuestarias. Con todo ese bagaje, además, eduque.

El guión de Bégaudeau, Cantet y Campillo retrata, sin ninguna intención perdonavidas, la actitud egocéntrica de una generación adolescente que no tiene ningún reparo en reclamar agresivamente por sus derechos, pero que mira para otro lado al momento de las obligaciones compensatorias. El alumnado del Señor Marin posee más posibilidades y recursos que los que tuvieron sus padres, pero están lejos de reconocer esas ventajas. Su reclamo es permanente y boicoteador. Se obstinan en obstruir. Tal vez, esa actitud, sea el único rasgo que los distingue.

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Tampoco perdona a la contraparte, mostrando como los maestros salvan sus propias cabezas (por decirlo delicadamente), escudándose en el manual de procedimiento, para sacarse de encima los casos más complicados. Hay códigos, diría Riquelme, y tanto los maestros como los alumnos entablan una lucha, alrededor de esas categorías pre-consensuadas. Cuando el Señor Marín se atreve a romperlos (sea insultando a un par de alumnas o mostrándoles a sus pares la inoperancia de las reglas), recibirá la sanción, tanto de sus colegas como de sus alumnos.

La sensación general del filme es que la educación deja un campo de insatisfechos: docentes, alumnos, familiares. (Y si eso pasa en Francia, ¿qué podemos decir en estas tierras tercermundistas?). No plantea ninguna solución, es claro. Pero, posiblemente, tampoco la haya. Tal vez, deberíamos concentrarnos en el valor de afrontar la batalla de la educación, más que en las posibilidades de un éxito, originalmente improbable.

CONSEJO: ir a verla.

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